Número Esquivo

Exupery batió las manos, empinó la cabeza por sobre su instrumento gigante y enrumbo camino a casa. Sus manos y su número esquivo habían resultado la cosa más suya que había presenciado. Jamás pudo sentirse más efímero y más anónimo que el día en que le dijeron sí señor, dos tablas de cartón. Para entonces, Exupery calculaba las sumas con los dedos, mezclaba azufre con claras de huevo y se entrega a la casi mítica señal de poner los ojos por sobre un pedazo de fierro, como iniciando un rito antiquísimo. Sus manos volaban mientras cada unos de sus pasos blancos empujaban al otro, como una avalancha de nieve apurándose para vivir. Y Exupery decía que esto es pura mierda, que la música no se conocía a sí misma, que vamos a calentar un pedazo de tela fina hasta que rechine de contenta. No conocía lo que era el mar, nadaba siempre en notas y los números atribulados. Cantaba silbando canciones de cuna acompañado de un xilófono chirriante, como una llave raspando algún borde metálico; soñaba en todo menos en su casa. Ahí era distinto; ahí se pensaba en que se terminó el dentrífico, en que la cuenta estaba alta, vamos, en esas cosas que tienen q ver con los números, con sus dedos contándolos, su manera de envilecer lo volátil, en la prueba de unos nadadores rapidísimos. Exupery era un ser quimérico, un pasaporte al centro de la ciudad de día, cuando todos salen a encontrarse en la pileta central. Exupery volaba siempre con su mandolina marrón, esquivaba muelles con ella, rompía muros, allá, donde todo era más feroz.

Guardado en: Ombliguismo

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