Capítulo 4

La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a París, y Oliveira se fue dando cuenta de que con una ligera confusión en materia de pasajes, agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar en Singapur que en Ciudad del Cabo; lo único importante era haber salido de Montevideo, ponerse frente a frente con eso que ella llamaba modestamente «la vida». La gran ventaja de París era que sabía bastante francés (more Pitman) y que se podían ver los mejores cuadros, las mejores películas, la Kultur en sus formas más preclaras. A Oliveira lo enternecía este panorama (aunque Rocamadour había sido un sosegate bastante desagradable, no sabía por qué), y pensaba en algunas de sus brillantes amigas de Buenos Aires, incapaces de ir más allá de Mar del Plata a pesar de tantas metafísicas ansiedades de experiencia planetaria. Esta mocosa, con un hijo en los brazos para colmo, se metía en una tercera de barco y se largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo. Por si fuera poco ya le daba lecciones sobre la manera de mirar y de ver; lecciones que ella no sospechaba, solamente su manera de pararse de golpe en la calle para espiar un zaguán donde no había nada, pero más allá un vislumbre verde, un resplandor, y entonces colarse furtivamente para que la portera no se enojara, asomarse al gran patio con a veces una vieja estatua o un brocal con hiedra, o nada, solamente el gastado pavimento de redondos adoquines, verdín en las paredes, una muestra de relojero, un viejito tomando sombra en un rincón, y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias. De golpe Oliveira se extrañaba andando con la Maga, de nada le servía irritarse porque a la Maga se le volcaban casi siempre los vasos de cerveza o sacaba el pie de debajo de una mesa justo para que el mozo tropezara y se pusiera a maldecir; era feliz a pesar de estar todo el tiempo exasperado por esa manera de no hacer las cosas como hay que hacerlas, de ignorar resueltamente las grandes cifras de la cuenta y quedarse en cambio arrobada delante de la cola de un modesto 3, o parada en medio de la calle (el Renault negro frenaba a dos metros y el conductor sacaba la cabeza y puteaba con el acento de Picardía), parada como si tal cosa para mirar desde el medio de la calle una vista del Panteón a lo lejos, siempre mucho mejor que la vista que se tenía desde la vereda. Y cosas por el estilo.

Escrito por Julio Cortázar
Guardado en: Monólogos sin Copyright

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